24 marzo, 2013
ALFREDO GONZÁLEZ/ FOTOGALERÍA: “Los rostros de la tragedia”
* Esto no es un castigo de Dios, dice el obispo.
Por JAVIER CONDE/CRÓNICA IV
El último adiós. Fatal, doloroso, estremecedor. Llegaba el momento de la separación, el momento de la despedida. Se acercaba el final de un camino y el inicio de otro.
Y los familiares de las víctimas de Tepactepec, Nativitas, estaban sacudidos en llanto. Y así iniciaba un largo peregrinar hacía la misa de cuerpos presentes. Este es el apunte de un cronista. A papel y pluma:
Cada familia con sus muertos. Una multitud de personas a su lado. Había flores y más flores. Era un jardín errante. El canto triste de una tambora y una oración comunitaria eran parte de un camino sin retorno. Nativitas, sigue de luto.
Y la efigie, la imagen de Jesús de los Tres Caminos, encabezaba el cortejo fúnebre para llegar hasta la Unidad Deportiva “Bicentenario” donde el obispo de Tlaxcala, Francisco Moreno Barrón, encabezaría una ofrenda.
Sobre aquel hilo de pétalos de rosas rojas y de confeti que los deudos sembraron por la avenida principal de este lugar los rezos, los sollozos, los músculos contraídos y la soledad misma no cesaron hasta llegar al encuentro con Dios.
Y ahí, las viudas y las madres estaban llorándole a sus difuntos. Ahí, frente a una imagen de Jesucristo estaban 13 de 17 víctimas de esa fatal explosión de cohetes.
Ahí, estaban ellas y ellos; las niñas y los niños que perdieron a sus padres; las viudas y los viudos; las madres que vieron morir a sus hijos; los señores reacios a romper en llanto.
Todo estaba por comenzar. En cinco hileras colocaban escrupulosamente los féretros. La nostalgia, la tristeza y un rasgo de serenidad eran parte de ese día de un sol brillante.
Desde temprana hora, el repique de las campanas enarbolaba dicha despedida. Y conforme transcurría el tiempo estaba más cerca el momento de la separación, el momento del encuentro con la tierra.
Un día intenso, un día más de desconsuelo. Ahí, estaban las verdaderas víctimas del desastre. Las manifestaciones de solidaridad eran incontables pero pasajeras. Tendría que llegar el momento del encuentro con la realidad.
Hoy, cuando las evidencias crecen cuando del temor se ha pasado a la duda, Nativitas se sumerge en un conflicto porque uno que otro quiere encontrar culpables. Aquí a dos días de la tragedia no queda más que rezarle a los santos.
Un verdadero sermón…
Y ya menguaba la tarde, en medio de cánticos, de rezos, de aplausos iniciaba la misa. Iniciaba un verdadero sermón del jerarca de la iglesia católica. Las palabras eran suaves pero directas. Iba al grano. Reventaba una ámpula.
El jerarca católico decía “esto que ha sucedido no es un castigo de Dios; él es un padre de amor y misericordia; es más bien una llamada de atención, una exhortación paternal para que hagamos una conversión de nuestra vida”.
Señalaba que los pobladores deben cuidar el uso de la pólvora y evitar poner en riesgo su integridad física. “Para nuestro pueblo tlaxcalteca, es muy importante el uso de la pólvora en sus frecuentes y variadas fiestas”.
No obstante, sostenía que no se debe competir con el uso de la pólvora porque los resultados fatales están a la vista de todos. Y la lista de fallecidos se elevaba hasta 17, el mismo presbítero corroboraba lo que era un rumor.
Los 17 candidatos…
Antonio, Arturo, Marín, Mucio, Antonio, Juan, José, Miguel, Uriel, José, Rosalba, Alejandro, Vidal, Isidro habían fallecido. Eran y son los muertos de esta historia. Ahí, estaban, inertes, recibiendo la sagrada eucaristía.
Y lo único que consolaba a los deudos, es que sus seres amados, ya son los diecisiete candidatos para entrar al reino de los cielos, para estar al lado de Dios. Ahí, donde la paz es perpetua.
Mientras que en las gradas el sufrimiento era interminable como interminables eran esos ríos de llanto de hombres y mujeres. Sobre la explanada de esa cancha deportiva la consternación era mayúscula.
Y un pensativo gobernador de Tlaxcala, Mariano González Zarur, una y otra vez miraba hacía esos ataúdes. Lo mismo hacia su hija Mariana González Foullón. El alcalde de Nativitas, Javier Quiroz Sánchez, permanecía serio.
Flores blancas, adornaban el altar. Jesús de los Tres Caminos era colocado del lado izquierdo. Y los aplausos y las pautas del silencio para los fallecidos eran parte de la escena. Ese día Nativitas, se volcaba a las calles.
Se preguntan ¿por qué?…
Y justo aquí, donde el silencio aturde, las miradas acuosas y los rostros compungidos gritan ¿por qué?, y cuya respuesta se queda vagando en los vientos del sur.
Y justo aquí, donde el color negro está en casi todas partes los deudos se siguen preguntando ¿por qué?… El agua bendita, las oraciones caían en cada féretro. Doce color caoba y un blanco, recibían la santa y la perpetua bendición.
Su recuerdo. El obispo para alentar y reavivar el espíritu pedía a los amigos de los deudos a escribir, de puño y letra, una carta en la cual expresaran cómo fueron en vida cada uno de los muertos de Tepactepec. Ellos estaban en su ataúd.
La misa terminaba. Con sendos aplausos y nuevamente esa triste tambora iniciaba el cortejo hacia el panteón municipal. Sobre la calle principal poco a poco creció ese mar de gente. Unos deudos decían aplazar el sepelio por un día más.
En la ciudad el luto, en el templo el dolor con el doble repique de las sempiternas campanas y el duelo por los amigos, por los seres queridos que iban al encuentro con la tierra iniciaba en el panteón central. Era el último tramo.
La música, las canciones de José Alfredo Jiménez, la que dice que la vida no vale nada; la de Antonio Aguilar, que expresa que cuando uno se muera sólo nos llevaremos un puño de tierra, se escuchaban de un extremo a otro.
Ya estaban en el campo santo. Se llegaba entonces al punto del encuentro con la tierra. El amplio contingente se dispersaba. Cada uno debía expresar su dolor, su último adiós, al últimos de sus amigos.
Y cuando el sol apretaba, cuando el sol era quemante, ellos y ellas, los que murieron en un trágico suceso iban al encuentro con la tierra. Ellos y ellas pronto serían semilla.
Lo cierto, es que algún día volverán en el momento de la resurrección, lo dice un pasaje bíblico. Los diecisiete murieron proclamando su fe. Era el momento de la despedida, un recuerdo sin punto final.