24 marzo, 2013
* Un día negro, negrísimo.
Por JAVIER CONDE/ CRÓNICA I
En la evocación de un viernes negro, negrísimo todo era confusión. A las 12:30 horas corría la noticia de un funesto suceso. La paz se quebrantaba en Nativitas. Y traía consigo el dolor, el sufrimiento, la consternación y la muerte.
Como pude llegue hasta ese pueblo legendario sumido en un profundo luto. Ambulancias, patrullas, helicópteros, médicos, militares, policías, paramédicos, víctimas, bomberos, mirones, periodistas, sacerdotes iban y venían.
A la una de la tarde, el viento pareció más frío de lo normal, en ese crudísimo invierno que ya pasó. En un sólo día la tragedia de Tepactepec, le daba la vuelta al mundo.
Fui testigo fiel del corolario que dejó una explosión de cohetes sobre el camino Santa Ana-Portales. En ese lugar, yacían los cuerpos sin vida y tres vehículos dañados. Esa tarde era amarga pero más amarga era la cruenta la realidad.
La sangre sobre el piso hacía pensar que tan terrible fue el estallido de la pólvora. La vida cotidiana de Nativitas y de Tlaxcala se interrumpía.
La sinfonía urbana no era la misma en un pueblo devoto, arraigado a sus costumbres y su fe.
En las calles había cataduras de la confusión. Sí, fisonomías de la zozobra de ese llanto interminable. Relatar lo sucedido en primera persona lo hace más difícil. Lo cierto, es que éste cronista estaba en la zona del silencio. Las preguntas y las respuestas eran mudas.
Por ejemplo, cuando el obispo de Tlaxcala, Francisco Moreno Barrón salía del área del desastre se confesaba con los periodistas. Aturdido, confundido decía: “vi muchos cuerpos tirados, esto es una tragedia”. Y sí lo era.
Cómo imaginar que una fiesta patronal, la de Jesús de los Tres Caminos, terminaría en desventura. Un río de historias, muchas de ellas de dramatismo puro corrían de boca en boca. Ya la desinformación había sentado sus reales.
La tranquilidad de un pueblo se reventaba ante el inexplicable estallido de miles de cohetes sobre el físico de niñas y niños; de mujeres y hombres, de todas las edades.
Octavio Paz, autor del libro El Laberinto de la Soledad dice que el mexicano durante sus fiestas patronales, gremiales, eucarísticas o familiares silba, grita, canta, arroja petardos, descarga su arma, como signo de desfogue.
El escritor señala que también el mexicano revienta su felicidad con los cohetes que tanto nos gustan, y que suben hasta el cielo, y que estallan como signo de jubilo.
Sin embargo, puntualiza que también el mexicano no se divierte sino que quiere sobrepasarse, saltar el muro de la soledad que el resto del año lo incomunica. Todos están poseídos por la violencia y el frenesí.
La vida de cada ciudad y de cada pueblo está regida por un santo, al que se le festeja con devoción divina, dice aquel recordado premio Nobel de Literatura.
“En ciertas fiestas desaparece la noción misma del orden. El amor se vuelve promiscuo. A veces la fiestas se convierten en un acto de irregular. Se violan los reglamentos, los hábitos, las costumbres”. Sintetiza.
La radiografía…
Desde Texoloc hasta Santa Apolonia Teacalco observé a hombres que se solidarizaban con los nativenses. Advertían a todo conductor que había una tragedia. Todo era vaguedad.
Los lugareños manifestaban su solidaridad con franelas; daban paso a las patrullas, a las moto-bombas, a las ambulancias y a los vehículos de periodistas. La circulación vehicular se interrumpía por momentos.
A las 14:30 horas, los principales medios del mundo El País, ABC de España, Le Fígaro, Lemonde, New York Times, CNN Internacional destacaban el suceso. Ya les nombraban los damnificados de Nativitas.
Y en las entrañas de la desdicha, de aquel 15 de octubre quedaba claro que dedos huesudos de la muerte habían conspirado, habían urdido un trama siniestro, sin punto final.
Algunos sobrevivientes contaban aquella escena que ocurrió en lo que llaman con cariño “Chuchito”. Sí, esa que cambió el rumbo de la historia. Sí, aquella remembranza, precisamente, de ese día que jamás se olvidará.
Aquí, en Nativitas se redactaba una de las páginas más amargas. Aquí, el llanto era perpetuo, eterno. Sin embargo, la fiesta siguió en el templo de Jesús de los Tres Caminos. Un día de claroscuros, una jornada de infinitos contrastes.
Aquella cinta color amarilla, esa que anuncia casi siempre la insignia de la tragedia era imposible de atravesarla. Militares, visiblemente consternados prohibían el paso a todo mirón, a todo periodista que buscaba la noticia.
A lo lejos sólo se veía como peritos trabajaban en el lugar. En bolsas de plástico levantaban restos humanos, de aquellos hombres y mujeres cuyos cuerpos se desintegraron. Así, de cruel, así de atroz era el escenario.
Aquí, en la zona del silencio nada volverá a ser igual. Aquí, muy cerca de la iglesia donde se venera a Jesús de los Tres Caminos, la fiesta al santo patrono no se detuvo. Sin embargo, la lista de heridos se elevaba a 152.
Aquí, donde lo que se dice, lo que se sabe, lo que trasciende, lo que puede comprobarse deja otra pregunta inconclusa; una mujer desquiciada por el dolor preguntaba a reporteros por un familiar entre esa larga lista de damnificados. Y la pregunta no tenía respuesta. Apenas comenzaba su calvario.