20 marzo, 2012
Escribe EVA ESPINOSA
Qué tan mágico puede ser el olor a puro, a sangre y a sol, que convoca a esas almas necesitadas del milagro del arte.
La emoción profunda de ver un paseíllo de luces, música y danza. El encuentro con los camaradas de la legua, de los artistas de la lente y la pluma y de esos personajes que vemos lejanos pero que nos sentimos tan cercanos a ellos.
El encuentro con ese mundo fantástico donde se tejen glorias y tragedias, en donde nos sentimos arropados por capotes y monteras.
La esencia viva de convivir con la alegría y la muerte y la emoción de estar tan cerca de su majestad, aquel que tiene el poder de convocarnos, el que hace estremecer nuestros cuerpos y calentar nuestra sangre bravía.
Ese llamado de la catedral que nos incita a gritar la plegaria del ¡Olé! esperanzados a vivir la más profunda de las artes.
Pero hablar de toros bravos no es hablar de cualquier cosa, requiere de muchos cuidados por temible y peligrosa que esta sea. No da leche ni da carne por lo tanto este ganado si no fuera por su encaste ya se hubiera exterminado.
Pues bien son tantas las maravillas que guarda la fiesta brava en su ser, que es el momento de que esa grandeza lo siga siendo, que los aficionados exijamos toros bravos, para así enfrentar la realidad de la fiesta, la lucha real entre el toro bravo y el torero valiente.
La fiesta necesita que se le devuelva su verdadera razón de ser, no mas novillos engordados, no mas mansedumbre, revitalicemos la grandeza que tanto pregonamos y esa radica en la BRAVURA del toro.