Las secuelas del dolor

05 septiembre, 2011

*Martín Morales, el tlaxcalteca que murió hace una década

Por JAVIER CONDE

Primera de dos partes

A las 8:45, hora de Nueva York, del once de septiembre de 2001, Martín Morales Zempoaltecatl, un joven tlaxcalteca repleto de sueños, estaba en el trabajo, como de costumbre, en el restaurante The Windows of the World, situado en el piso 105 de la torre sur del World Trade Center cuando un avión American Airlines, se estrelló.

Cómo olvidar ese día. Cómo imaginar que el oriundo de Ayometla y tres mil personas más fueran víctimas Al Quaeda. Cómo imaginar que las Torres Gemelas, el poder financiero de Estados Unidos, se abatieran. Cómo imaginar que a diez años de esta tragedia, las secuelas del dolor aún supuran en el seno de la familia de Martín.

El 11-S, es la fecha en que los padres y hermanos de Martín, perdieron físicamente a un ser amado y pero ellos aseguran que han ganado a un ángel, que siempre los cuida desde el cielo y cuyo cuerpo jamás fue encontrado entre los escombros y fierros retorcidos de la llamada zona cero, en el meritito corazón de Manhattan.

Sólo una fotografía y una rosa de él quedaron incrustadas en una estructura de metal que colocó el gobierno estadounidense a lo largo y ancho de Wall Street para tapar la escena de este horrendo crimen. Justo ahí, en ese mural de imágenes en donde los vivos aún le lloran a sus muertos. Sí, en ese monumento a la desolación.

A una década de la tragedia, este cronista ingresó a un lado íntimo, la casa que el propio Martín, edificó y diseñó con el envío de remesas.

En su hogar, tipo californiano, asentada en su tierra natal, hay cinco retratos de él empotrados sobre la pared y uno más de lo que algún día fue ese gigante financiero,  esa súper estructura, ese rascacielos, ahí donde siguen vivas las raíces del desastre.

Sus hermanos Glafira y Benjamín charlan -por fin- con un reportero, después de diez años. Resentidos con periodistas que provocaron la desinformación que se generó en torno a la muerte de su hermano y a la tragedia, hoy los dos abrieron un espacio. Ambos hicieron un recuento de los daños. Voltearon los ojos al origen.

La escalada verdadera del dolor es interminable. Ha transcurrido una década y los dos hermanos recuerdan a Martín como el hombre que cumplió todos sus sueños, al migrante que llegó a Wall Street a trabajar en el afamado restaurante Las Ventanas del Mundo, donde halló la muerte, en ese septiembre negro.

Y en una caja de cartón guardan videos con sinnúmeros de escenas que en ese momento consultaron una y otra vez, para determinar si entre aquellas personas que se arrojaron al vacío estaba Martín. Una y otra vez, dice Glafira se han consultado las escenas; sin embargo, la fe se agotó.

Así sucedió…

Estados Unidos, es hoy un país dolorido, cerrado al exterior, absorto en un largo recuento de cadáveres. La batalla inicial de la primera gran guerra del siglo XXI, una guerra de terror contra un enemigo inconcreto, se ha librado sobre sus dos ciudades más representativas, decía una crónica publicada en el periódico español El País.

Las Torres Gemelas del World Trade Center, cuyos 110 pisos se alzaban sobre Nueva York, ya no existen; son una montaña de escombros sobre una cantidad desconocida de cuerpos.

Medio palmo de ceniza y polvo recubre las calles de Manhattan. Y el Pentágono, el epicentro del sistema defensivo estadounidense, ha perdido todo su costado occidental.

Un presunto ataque terrorista, múltiple y masivo, con un nivel de organización y capacidad destructiva nunca visto hasta ahora, ha sumido a la primera potencia mundial en su momento más triste.

El nombre de Osama Bin Laden, el millonario saudí que mantiene una guerra abierta contra EE UU desde un cuartel general oculto en Afganistán, está en todas las bocas.

Se sabe de su obsesión con las Torres Gemelas, que ya intentó destruir en 1993, con un atentado que costó seis vidas; se sabe que había hablado a sus colaboradores de un inminente ataque.

Y se sabe que la capacidad operativa que le permitió atacar un buque de guerra estadounidense en Yemen puede haber llegado al nivel necesario para desplegar la matanza de ayer. No hay ninguna confirmación, ni sobre la autoría ni sobre el número de víctimas. Serán cientos, quizá miles.

Unas 40 mil personas trabajaban en el World Trade Center, uno de los grandes símbolos de la economía americana.

El doble edificio registraba el intenso tráfico humano de la hora punta, a las 8.45 de la mañana cuando un avión se estrelló contra la torre sur. Fue el inicio de una jornada atroz, plagada de tragedias más allá de cualquier adjetivo.

Comenzaba la evacuación de esa torre y todas las cadenas de televisión retransmitían en directo el incendio causado por el impacto.

Miradas atónitas…

Eso permitió que, 18 minutos después de la primera explosión, millones de espectadores asistieran a la escena de un segundo avión lanzándose contra la torre norte. La nave atravesó el edificio. El estallido fue colosal.

Tardó en saberse que el primer avión era un Boeing 767 de American Airlines que cubría el trayecto Boston-Los Ángeles y había sido secuestrado con 92 personas a bordo.

El otro aparato pertenecía a la flota de United Airlines y había sido secuestrado tras despegar del aeropuerto Dulles, cerca de Washington, con destino a Los Ángeles y 64 pasajeros.

Esas fueron las primeras víctimas con nombres y apellidos; unas horas después, el balance oficial admitía que muy posiblemente 250 bomberos y 78 policías han muerto en el derrumbe de los rascacielos.

Khalid al Mindhar y Nawaf al Hazmi, acólitos saudíes de Osama Bin Laden, que estaban a bordo del vuelo 77 de American Airlines, un Boeing 757 que había despegado de Washington 25 minutos antes serían aquellos cobardes kamikazes que quisieron pasar a la inmortalidad con una escena de terror.

Diez años después…

Benjamín recuerda que la mañana del 11-S, se dirigía a la central de abastos de la ciudad de Puebla cuando pasó a revisar los neumáticos de su vehículo. Ingresó a una talachería y comenzó a observar a través de un televisor de dicho establecimiento las escenas cuando uno de los aviones se estrelló con una de las Torres Gemelas.

“De pronto sentí una corazonada y de inmediato pensé en Martín, el menor de la familia… les llame a mis hermanos que también radican en Nueva York y me dijeron que había salido al trabajo y que lo estaban tratando de localizar en la zona del desastre… pasaron horas y horas y aún lo seguimos esperando”.

En la segunda parte de esta crónica, los dos hermanos hablan de una cruz de acero forjado; de aquella bandera de los Estados Unidos; de la cerrazón del gobierno de Alfonso Sánchez Anaya, para ayudarlos; de los momentos de dolor, de la infancia de Martín.

Y desde luego del viaje que emprendió Mauricia, su madre de 68 años de edad, para estar presente en la zona cero, en el corazón de Manhattan, allá donde seguirá buscando a Martín a una década de ese negro 11 de agosto, fecha en que cambió el rumbo del mundo, día en que la nación más poderosa y segura del mundo dejó de serlo.

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