LA IMAGEN…

05 septiembre, 2011

Por ALBA TSUYUKY FLORES ROMERO

El polvo de las calles se revolvía en el aire. Los perros, aburridos, permanecían echados cerca de las casas de adobe. Sus ojos parecían esperar que los chamacos prietitos y greñudos salieran a jugar. Pero lo mocosos no aparecían. Sus madres asustadas les habían impedido salir a la calle: “No salgan, no hay quien los cuide, les vaya a pasar algo”.

Entonces los escuincles se quedaban en sus casas, observados por sus madres, jugando tímidamente con la tierra de sus propios patios. Las calles y los perros los seguían extrañando y a sus manos mugrosas y a sus correrías ruidosas.

Las mujeres en sus quehaceres. A pesar del miedo debían continuar con lo suyo. En los hombres no había miedo sino enojo, sospecha.

La calle gris que llevaba al templo no estaba muy transitada. Sólo se llegaban a ver pequeños remolinos que levantaban a su paso tierra y parte de la incertidumbre que invadía al pueblo.

Todas las noches las mujeres rogaban en sus casas para que apareciera la imagen, para que la devolvieran.

Los padres de los chamacos no los querían mandar a la escuela, la única primaria del pueblo, no sin la sagrada protección. Las labores cotidianas; se habían vuelto peligrosas. El miedo se respiraba en el pueblo, junto con el humo y el olor de las vacas.

Los domingos de misa se tornaron demasiado tristes. Algunas familias habían simplemente dejado de ir y preferían recluirse en sus jacales. Otras iban pero no con los mismos ánimos. Sentían que no era lo mismo ir a misa en esas condiciones. La preocupación colectiva era demasiado y el ir a la iglesia ya no tenía ningún caso.

Al principio, después de la desaparición, todos los habitantes habían quedado en buscar un remedio. Trabajaron en conjunto pero con el tiempo y sin ningún avance el ánimo y la participación fueron decayendo.

La parte alta de la capilla lucía el último intento de solución por parte de los del pueblo. El último por la vía pacífica. Era una manta grisácea y arrugada que desentonaba con el color rosa mexicano de la puerta y el verde pistache de la pintura que cubría el añejo edificio: “EL QUE HAYA TOMADO LA IMAJEN QUE YA LA DEBUELBA POR FABOR”.

Las sospechas en el pueblo ya habían provocado desunión y rencillas. Se temían algunas muertes pues la gente era de armas tomar. Ya nadie era amigo ni compadre de nadie. Tal vez eso fue lo que hizo que el padre que cada ocho días tenía que ir a oficiar ya no hubiera regresado.

Tal vez fue el miedo, tal vez el nerviosismo de estar entre tanta gente malencarada, puede que sus ganas de viajar dos horas y media para llegar al pueblo a decir misa con un número muy pequeño de feligreses hubieran disminuido.

De por sí se aseguraba que el implantar en el pueblo la fe había sido difícil. Que era logro de apenas; que los mismos sacerdotes temían no ser aceptados; que antaño se habían hecho intentos por evangelizar al pueblo pero que todo había sido en vano. Lo único que había quedado de aquellos intentos eran la capilla y la imagen de la Virgen tallada por manos indígenas.

Las acusaciones y señalamientos entre los del pueblo no se hicieron esperar. Los compadres empezaron a sentirse ofendidos al ser señalados entre ellos como sospechosos. Las mujeres llegaron a las palabras; algunos hombres a los golpes. La tranquilidad en el pueblo se perdió por esos tiempos.

Siguieron las habladas, las falsas hipótesis. Que si la vieja persignada y rica se la había llevado a su casa; que si era designio divino, que había sido el sacristán don Calixto o su hermana Xóchitl o don Tino.

Lo cierto es que María, con su vestido floreado y ceñido, sus manos juntas, su cabello negro, la nariz respingada, la boca pequeña y su carita de niña española, había desaparecido. Tres meses desde la última vez que la vieron y no había ninguna seña. La estatua de más de tres siglos de antigüedad era en verdad echada de menos. Las mujeres lloraban, los hombres se preocupaban por el sustento y los niños más pequeños no entendían qué sucedía. La expectativa dominaba el lugar, hasta el día en que algo ocurrió.

Llegaron al pueblo muy de mañana dos personas que acompañaban al padrecito que finalmente había regresado. Traían una camioneta con llantas anchas y en la camioneta un bulto, erguido y cubierto con una tela gruesa. El padre ordenó que todos los pobladores se reunieran afuera de la capilla y a las cinco en punto la gente llegó invitada por las campanadas de la torrecita del pequeño santuario.

“Viniendo de camino al pueblo encontré a estas personas. Son investigadores y han hallado en la vereda escondida entre matorrales a su Santa Patrona. Les comenté que hacía tiempo la habían perdido y que estaban agobiados por su desaparición. Entonces me trajeron muy amablemente junto con la imagen que ustedes pueden ver, en la parte trasera de la camioneta”.

La gente no podía creer lo que escuchaba. Don Calixto se acercó al vehículo y ayudado por uno de los acompañantes del sacerdote bajó la imagen, entró en la descuidada capilla y colocó mecánicamente la figura en su nicho.

Los rumores continuaron. Lo contado por el padre les parecía muy extraño. La imagen no podía haber estado arrumbada tanto tiempo en el camino sin que alguno de los del pueblo la hubiera visto, sobre todo cuando en bola la anduvieron buscando.

A eso de las diez y media, después de que el padre y los hombres que lo acompañaban se habían ido a descansar a casa de Calixto y el pueblo parecía dormir, un hombre viejo atravesó la noche plagada de ladridos y fue casa por casa llamando a la puerta, diciéndole algo a los vecinos.

Era el mismísimo sacristán de la capilla, que notablemente angustiado anunciaba con palabras entrecortadas que nada se había recuperado, que la figura que había colocado en el nicho ya no era la misma a pesar de serlo.

Lo comprobó por el peso y por que en ella faltaba la esencia. Que el aliento de “Nuestra madre” no estaba en la Señora. El viejo hablaba rápido y casi en secreto. La gente, que no había creído el cuento del sacerdote, se apresuró para ir al templo.

Ahí, cerca del nicho, estaba la prueba palpable. La imagen de María, partida a hachazos por el viejo estaba hueca. Calixto fue el primero en ver con horror que donde debería haber estado lo más importante y preciado no había nada.

Furiosos, los habitantes de Santa María fueron armados con piedras y palos a la casa del sacristán en busca del padre y los otros hombres. Entraron pero no había nadie, se habían ido. No irían muy lejos pues el camino era difícil. Mujeres y hombres preparados con antorchas anduvieron la vereda hasta que en la oscuridad vieron las luces de la camioneta que avanzaba lentamente entre piedras, polvo y agujeros.

Corrieron y poco a poco rodearon a los sospechosos que se hallaron de pronto atrapados, imposibilitados para moverse en cualquier dirección. La muchedumbre que sabía no volvería a ver a su imagen, que no se las devolverían, que la habían perdido, se abalanzó contra el vehículo. Lo único que quedaba por hacer era desquitar el coraje, el miedo, la impotencia.

El lunes siguiente en la capital se hacían muchos comentarios sobre un linchamiento en Santa María Tonanzintla. Tres ladrones inexpertos habían robado la imagen de la Santa Patrona y sorprendentemente la habían devuelto por remordimiento.

Un periódico comentó más a fondo: “…en el interior de la efigie de madera tallada faltaba algo que para los propios del lugar tenía mayor significado, la figura de Tonantzin (“Nuestra madre”) hecha en oro antes de la conquista. Verdadera patrona del pueblo desde hace siglos”.

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