REPETIR CURSO

08 agosto, 2011

Por TZUYUKI ROMERO

Interrogante, Ana lo mira desde su asiento. Él le señala la puerta, ella, obediente, la cierra con seguro y regresa a su lugar. En el pizarrón hay algunos deberes y sobre el escritorio están los anteojos de él, su sempiterno pañuelo y la libreta de ella. Las ecuaciones están mal hechas otra vez y el maestro le ha pedido que se quede.

Ella sabe del regaño que le espera, entorna los ojos, cruza las piernas. Sus calcetas por debajo de la rodilla no le permiten sentir la tibieza y tersura de su piel, esa que sí puede disfrutar al meterse a la regadera.

Él respira profundo, se engrandece y gira un poco la silla en que está sentado. El pantalón de su traje color beige tiene pliegues grandes en la entrepierna. Desde su asiento Ana lo mira. Ha corregido esas ecuaciones al menos tres veces. En la cancha estará Beto jugando futbol. Qué fastidio, no podrá alcanzarlo detrás de los baños y besarlo.

Quizá el profesor debería simplemente mandarla a repetir la materia y ya. Pero sabe que no va a hacerlo porque disfruta controlarla y como además es el subdirector de la escuela, la gente empezaría a dudar de su calidad como maestro al no poder hacer que ella, la única de ese grupo que sigue reprobando bimestre tras bimestre, aprenda algo.

No le conviene perder su reputación de tantos años como el mejor maestro de la escuela. Así que por eso las pláticas, las advertencias, las asesorías que ella no pidió y los regaños, cuando bien podría simplemente reprobarla, pero sabe que le gusta este juego.

El pie derecho de Ana empieza a balancearse con nerviosismo, quizá con hastío. Sabe que esto es una lección en la que él siempre gana, porque deja en claro quien es el maestro, el que manda. Qué tanto le cuesta decirle que no va a pasar la materia, viejo cabrón. Pero no. Primero el regaño, después el discurso y luego el inútil repaso.

Él sigue sentado de lado con respecto al escritorio. Aguzando la vista la mira. Ella se da cuenta de que hoy el maestro ha tardado más en empezar el sermón. Faltan diez minutos para que termine el receso y todavía no dice nada. Ella lo ve a los ojos como si quisiera apresurarlo para repetir la clase sobre ecuaciones de segundo grado.

—Entonces, ¿ya me puedo ir?

—No—dice él.

—Ay profe, ya. Me voy a quedar sin receso.

Él parece buscar las palabras exactas. En algún momento se mesa el cabello rayoneado por algunas canas. Aclara la garganta, toma el pañuelo desechable y cuando se dispone a levantarse para borrar el pizarrón ella le dice remilgosa:

— ¿Me va a poner más ejercicios? ¿Por qué tantas largas?

— Él vuelve a dejar el pañuelo sobre el escritorio y le dice:

—Porque tienes que aprender álgebra, anota.

—No, mejor ya sácatela—contesta ella.

Él parece sorprenderse con la frase y sin dudar, con movimientos ágiles, se abre la bragueta, hurga entre la tela y toma con la mano izquierda, como siempre, el pene moreno. Ana lo ve iniciar sus movimientos lentos y repetitivos. Para variar, el profe se conformará con eso, no intentará algo más, no puede arriesgarse a perder el empleo. Ahora Ana ya puede intuir cuando él está a punto de acercarse al estallido. Va su turno, piensa Ana y veloz, se levanta la falda.

El maestro, como siempre, lame con la vista las calcetas, los muslos pálidos. Ana mete la mano entre los osos del bikini y su piel tibia. El dedo índice recorre su clítoris primero lentamente, después con más prisa.

Él sigue en lo suyo sentado a un lado del escritorio. La primera vez que le dijo que tenían que repasar algunos temas, ella se lo creyó y aunque estaba fastidiada por tener que quedarse más tiempo después de clase, lo asumió como una forma de salvarse de los extraordinarios o incluso de repetir curso y eso le gustó, la hizo sentir importante y le dio la seguridad de que él jamás la reprobaría si lo dejaba cogérsela.

Sin embargo, no se la cogió y parte de esa seguridad se fue esfumando cuando vio que él sólo se había conformado con el espectáculo de masturbarse y verla hacer lo mismo después de revisarle las cuentas.

Ana ya sabe en qué momento él acelerará el ritmo. Ella también empieza a sentir como un chispazo eléctrico se produce entre sus piernas para después recorrerle todo el cuerpo. Van a venirse al mismo tiempo, no como la primera vez, en que él le ganó, sino como la segunda en que lograron una sincronización agridulce como una paleta con chile.

Lo ve contraer la mandíbula, echar la cabeza hacia atrás y entrecerrar los ojos, sabe que ahogara un gritito y que luego cogerá al vuelo el chorro de semen sobre el pañuelo. Segundos antes de que él explote, ella se detiene pero no saca la mano de debajo de la tela.

Mira al maestro y hace como que ella también está a punto de venirse. Cuando él cierra totalmente los ojos y el movimiento de su mano se vuelve frenético, ella salta de la butaca, camina hacia el escritorio lo más rápido que se lo permite el calzón de ositos arremangado a la altura de sus rodillas, se deshace de los osos y se sienta a horcajadas sobre el maestro, mirándolo de frente.

Un calor insoportable pero rico a la vez le pone la cara más roja que cuando juega voli o coge con Beto. Entonces aprieta con todas sus fuerzas el pene moreno que tiene dentro, ahoga unos gritos en el cuello de la camisa de él, estalla.

Se queda unos segundos abrazada del profe, sabe que pasará matemáticas. Reacomoda a los osos que se quedaron enrollados en su tobillo derecho, desarruga su falda y sale corriendo. El maestro la mira absorto. Afuera la chicharra suena para regresar del receso.

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