Libertad secuestrada

29 agosto, 2011

* Tres historias, tres dramas, tres víctimas de las drogas

Por JAVIER CONDE

Ha dejado la infancia y su niñez está simplemente plagiada. La mente de Fausto (por razones obvias se le cambió de nombre) está copada de cosas infames. A sus 13 años admite que ha consumido hasta drogas llamadas “inteligentes”. Y relata su propia crónica. Así pues, confiesa que cuando está en el otro mundo (dopado) siente que tiene alas para volar.

A su edad Fausto sabe quién distribuye enervantes, quién las consume, quién las revende en el municipio de Chiautempan. Termina por aceptar que se identifica con el movimiento “ska” y que es hasta distribuidor de enervantes en este tipo de conciertos donde, según él, llega a tener entre sus manos hasta 15 mil pesos o más.

Ese Fausto, el indomable. Es más, suelta a bocajarro: “podemos estar bailando hasta cuatro horas o cinco horas con los estimulantes y te sientes bien relax”.

Y con tanta precisión el chiquillo cuenta que va con frecuencia a los ´toquines¨ que se organizan en la ciudad sarapera y que en medio del bullicio “llegue a consumir la cocaína color rosa, que la pintan con vino tinto pa´ que agarre color”.

Las cuerdas de su garganta describen como es su mundo, el bajo mundo de las drogas. “Voy con frecuencia a los conciertos que se hacen en varios lugares de acá. El ambiente es de puro alcohol y droga. El ruido de la música está siempre ´flamenca´ y siento como los tamborazos circulan por todo mi cerebro”.

Con las manos entrecogidas y visiblemente nervioso Fausto se limita a responder en muchas ocasiones más allá de lo debido, pues argumenta que debe respetar un código de los habitantes del inframundo, el de los narcotraficantes.

Pero al hombre de apenas 13 años, lo invade un destello de alegría cuando mira hacia un ventanal de una de las habitaciones de un Centro de Rehabilitación de Santa Ana, (del cual se omite nombre, por razones obvias) donde ha estado internado por los menos en tres ocasiones.

Sin más, exclama: “a mí me gustaba el fútbol, jugaba en las tardes con los cuates del barrio de Texcacoac, ahora mis papás ya no saben qué hacer conmigo… me metí mucho en esto… pero tengo ganas de salir de las drogas y ya llevo 15 días sin consumirlas”. Fausto también relata cómo es el ambiente en los ´toquines´.

“En los conciertos cuando ya estás bien ¨pasado¨ comienzas a gritar y a empujar a tus carnales (amigos) y a pegarles bien ´chido´ y lo que más circula son las piedras (bolas de cocaína), la marihuana y el PVC (cemento)”. Y hasta explica cómo escapan de los operativos policiacos.

“Apenas hubo uno y cuando vi a la ´chota´ me eché a correr, muchos carnales se dispersaban como una manada de animales y me metí debajo de un vehículo y logré escapar. Y la neta no recuerdo cómo llegue a hasta ese automóvil”.

El encuentro con Fausto transcurre en la antesala del área de rehabilitación con frías paredes, donde reconoce que comenzó a robar primero dinero de sus padres, que en una ocasión sumamente drogado intentó aventarse de un edificio de una zona habitacional de El Llanito y que su primo terminó por frenar el vuelo mortal.

– Y vinieron las preguntas, la más crudas de toda la plática ¿quién te enseñó a drogarte?

– “Mi maestro de primaria”, responde sin tapujos.

– “¿Quién te vendía la droga?”

– “Él”, contesta sin dar más detalles.

– “¿Tus papás lo supieron?”

– “Sí”.

– “¿Y no lo reportaron a la dirección o a una autoridad para castigarlo?

– “Sí lo hicieron”.

-“¿Y qué pasó?”

– “Pues algo desagradable ocurrió después”.

– “¿Qué sucedió?”

– “Mi maestro tuvo un accidente automovilístico, iba completamente ebrio y murió”.

Un tormento más…

Pero en ese centro de rehabilitación se cuentan un mar de historias como la de Jesús que se arrepiente de haber enseñado a su padre a drogarse. Un día su progenitor alcoholizado lo esperaba en la sala de su casa, cerca de las cuatro de la mañana y le dio una senda golpiza por llegar a altas horas de la noche.

En su reacción, le gritó eufórico que no tenía autoridad para reaccionar así porque no predicaba con el ejemplo y lo retó a seguir tomando y sacó entre su ropaje marihuana. Ambos terminaron por fumar carrujos, por embrutecerse. Jesús quien lleva un su piel un mural de tatuajes detalla lo que pasó en esa alborada donde el vicio no tuvo fin.

El mesero de antros también dice cómo circulan los enervantes en algunos de esos lugares, cómo hacen para “enganchar” a la juventud y más aún los porcentajes que se llevan para vender los estupefacientes.

Ahora argumenta que tiene la esperanza de que mañana cuando amanezca sea otro día donde pueda llegar a puerto seguro donde éste, precisamente, se encargue de enterrar su pasado.

El extremo…

Otra historia más es la de Angélica, de escasos 25 años, fina de facciones, quien su propio esposo la enseñó a que consumir sustancias tóxicas.

En los paredones de ese frío lugar donde circulan un mar de historias todas distintas, pero al cabo guardan el mismo infierno ella termina por contar su cónyuge estaba enfermo de diabetes y que para hacer que funcionaran sus riñones lo dializaba.

Sin embargo, los extremos llegaron los síntomas fueron en aumento y ante la depresión que ella vivía y las largas jornadas de cuidado, Juan N. terminó por convencerla de que se inyectara insulina y aceptó esta brutalidad estando embarazada.

Meses después el esposo falleció pero ella la dejó en un profundo peñasco. Lo cierto es que en estos fríos muros de este centro de rehabilitación uno sale con un nudo en la garganta, esa es la mendiga realidad.

Comentarios