04 julio, 2011
Por TZUYUKI ROMERO
Y aunque te busqué las nalgas por todos lados y nunca las hallé, encontré en cambio que eras hermosa. Ya eran las tres y media y yo todavía a ocho cuadras de la casa. “La micro” sin lugares y el chofer parando en cada esquina para esperar pasaje inexistente. Yo soportaba el calor y a la gorda de junto que ocupaba más de la mitad del asiento.
Había sido un día como todos; lleno de chamba, trajines y, bueno, con lo de siempre: las mismas compañeras de trabajo y los mismos compas con sus pláticas de sus dizque nuevas conquistas. Frustrados.
Salí a las dos cuarenta y cinco y luego luego me fui a la parada. En la casa seguro me estaba esperando mi jefecita con un buen plato de arroz con frijoles como de costumbre. Las tripas comenzaban a chillar mientras yo disimulaba los ruidos viendo por la ventanilla y tarareando una canción de los Temerosos.
A las tres treinta y cinco la vieja gorda por fin se levantaba para acercarse a la puerta y yo veía por la ventana. De repente apareciste. Estabas ahí, sobre la acera, esperando a que el elefante aquél se bajara para poder subir tú. Al mirarte me dije “Qué mujer” pues te veías muy bien metida en esos pantalones negros de vestir, una blusita pegada y botas de tacón alto.
He de decir que lo primero que llamó mi atención fue tu cabellito rojo casi naranja reflejando los rayos del sol. “Qué padre color”, pensé y seguí tus movimientos mientras subías.
Después de buscarte discretamente las nalgas y ver que no tenías demasiadas me conformé con un par de cosas buenas que traías por delante que, aunque no eran exageradas, tenían un tamaño y forma apetitosos. “¿Qué te…tomaste?”, me dije en voz baja. Además, no pude dejar de fijarme en tu cara y hasta creo que se me escapó un “guau” de la boca que a decir verdad, no sé si
hayas escuchado. Tus labios eran carnosos y venían pintados en un color algo más oscuro que tu pelo; tus pestañas y párpados iban bien maquillados y tus cejas depiladas con un ligero pico, justamente como me encantan.
Pude checarte todo en cuestión de segundos, pero para mí tus movimientos eran en cámara lenta, como si flotaras, con decirte que hasta pude ver tus pechos moviéndose rítmicamente mientras caminabas para venir a sentarte justamente a mi lado.
En ese momento quise voltear hacia donde fuera con tal de que no te dieras cuenta que estaba babeando. Mi única salida fue otra vez la ventana pero no podía ver la calle y cómo iba a poder con semejante cosita sentada junto a mí.
Entonces y para hacer más interesante el momento decidí acercar un poco mi pierna a la tuya sólo para sentirte. Puse atención a la forma en que reaccionarías pero no, no hiciste nada, te quedaste quieta, no intentaste alejarte, así es que continué con aquello y dejé que mi pierna rozara aún más la tuya.
Por primera vez estaba disfrutando el zangoloteo del camión pues le estaba sacando provecho. Así capté que tu calor era distinto al de la gorda que minutos antes casi me ahogaba pues cuando respiraba acababa con el aire que me tocaba a mí.
Tú seguías sin chistar y no sabes cuánto gocé ver que también ya estabas prendida y que al igual que yo, padecías de cachondez aguda.
A pesar de que abajo nuestras piernas hacían de las suyas aquí arriba cada quien seguía viendo para otro lado.
Al parecer la situación no te disgustaba para nada, pero yo iba pensando cómo responder en caso de que me reclamaras. Tal vez iba a decir “¿De qué me habla?” o simplemente “Ay, disculpe”. En eso estaba cuando tuve la gran idea de tocarte. Después me controlé pues no quería una cachetada. Seguí con el juego.
De repente sentí, sentí que tú no te habías quedado con las ganas y que te las habías ingeniado para pasar tu mano sobre mi pierna y acariciarme quedito sin que la gente lo notara pues con tu bolso tapabas toda la acción. Fue fabuloso. Tus dedos recorriendo mis muslos, la entrepierna.
Justo cuando la cosa estaba poniéndose realmente buena te levantaste y sin más ni más te acercaste a la salida y pediste la parada volteando apenas para verme con cierta malicia. Me quedé mirándote mientras bajabas y te perdías en la distancia.
El camión se detuvo, habíamos llegado a su base, comprobé que ya no había pasajeros y que tenía una extraña pero gratificante sensación en la entrepierna.
Bajé la vista. Subí el ziper del pantalón, discretamente me acomodé el sostén y salí del micro para caminar de regreso la cuadra que me había pasado para llegar a la casa, mientras tanto, no podía dejar de pensar: “Ya quiero que sea mañana”.