27 junio, 2011
Por TZUYUKI ROMERO
Iban a dar las seis. Patricia miró a Roberto vestirse, to¬mar una chamarra y salir de la habitación. Antes que él pudiera notar su presencia, ella encendió su automóvil y lo movió unos cuantos metros.
El viernes no pude verlo, escribió Patricia en su diario, pero ya era sábado y desde las cuatro de la tarde estuvo pendiente de él. Era casi seguro que había estado en casa desde la mañana. Lo vio salir a hablar por teléfono a la tienda y sintió ganas de saber a quién le había marcado. Patricia tomó el celular y llamó a casa de él. El número que usted marcó está fuera de servicio o se encuentra descolgado…
Patricia dio varias vueltas a la cuadra y se fijó que él salía, subía al auto y se alejaba. Inmediatamente pensó en llamar a alguien para que la acompañara a seguirlo. Mientras conducía logró comunicarse con Eduardo, su amigo desde hacía años y le pidió que fuera con ella a to¬mar un trago en la noche. Él aceptó. Ella le hablaría para confirmar el lugar. Aceleró.
No podía perder de vista el coche de Roberto, era imprescindible mantenerse cerca, si no, le sería difícil localizarlo de nuevo. Lo vio entrar en una zona residencial de casas con jardín delantero y rejas. En la caseta de vigilancia de la colonia había un guardia así que no pudo entrar. Decidió estacionarse unos metros atrás de la entrada principal y bajar del auto para mirar.
Patricia vio que Roberto descendió del bastante co¬nocido sentra azul acero con placas equis te jota noventa noventa y ocho y tocó el timbre de una casa. Una mujer delgada y de cabello rizado se acercó sonriente a abrir la reja. Era compañera de Roberto, al parecer su amiga pues los había visto platicar unas cuantas veces en la facultad. Después de saludarse con un beso en la mejilla, él abrió la portezuela y ella subió. Patricia los siguió.
Condujo alrededor de quince minutos y finalmente vio a la pareja descender del coche y meterse a un bar. Patricia le habló a Eduardo, le dio las señas de donde se encontraba y le dijo que ahí lo esperaría.
Cuando Eduardo llegó, tocó el cristal de la ventani¬lla del auto. Patricia lo miró, apagó el estéreo y bajó a saludarlo. Entraron juntos al bar, ella buscó a Roberto. Decidió sentarse en un área desde donde podría vigilar sin ser vista.
Roberto charlaba con su amiga. Reían de vez en cuando, daban sorbos a sus copas. La amiga bebía más sigilosamente que él. A lo largo de la noche bailaron, con¬tinuaron platicando, rieron.
Patricia también bailó con Eduardo pero sin dejar de observar hacia la otra mesa. Sentía impotencia por no ser ella la que estuviera con Roberto. Al rato, ya no le prestó atención a su acompañante y sin más, dejó de bailar.
A eso de las tres, Roberto y su amiga se levantaban de la mesa para dejar el lugar. Patricia pagó la cuenta y le dijo a Eduardo que salieran. Él dejó de bailar con una chica que acababa de conocer y salió. Fueron detrás del auto de Roberto hasta que notaron que se encaminaba a un motel. Eduardo le preguntó a Patricia si también ahí lo seguirían y ella dijo que sí. Él, que venía manejando, en vez de entrar, aceleró y continuó sobre la carretera.
Empezó a llover. Grandes gotas empañaron también los ojos de Patricia. Ella debería estar con Roberto en¬trando al motel, no la otra, se lamentó para sus adentros. Eduardo accionó el limpiaparabrisas, manejó hasta llegar a su casa, se detuvo y bajó del auto. Patricia tenía los ojos hinchados, se pasó al asiento del conductor y sin despe¬dirse, se alejó. Nunca me querrá. Hoy estuvo con otra. Anotó en su diario.
En septiembre Patricia envió una rosa a casa de Ro¬berto. Era su cumpleaños. Quiso llamarle al otro día para saber si le había gustado el detalle pero se resistió. Aunque en la tarjeta que acompañaba a la flor dejó su dirección de correo electrónico para que Roberto quizá le agradeciera el detalle, pasó una semana y el agradecimiento no lle¬gó.
Unos días después, ella le mandó dos mensajes al ce¬lular. Él no contestó. Tal vez no tenga crédito. Mañana voy a ver qué hace.
La tarde del sábado Patricia llegó y estacionó su auto en la esquina. Desde ahí podía fijarse en los movimien¬tos de Roberto. Esta vez lo vio salir como a las seis. Fue detrás de él y se percató de que nuevamente se metía a la colonia de la amiga. Patricia lo miró bajar. Estuvo en la casa como tres horas.
Al salir venía con ella. Patricia sintió que la opresión del estómago se le subía al pecho, luego a la garganta y se instalaba en su cabeza. No era posible. Para ella no había tiempo, ni un mensaje, ni una llamada, en cambio, para la sonriente amiga sí.
Los siguió hasta un café, los miró hablar de quién sabe qué cosas. No resistió y lo llamó al celular. Molesto, él sacó el teléfono del bolsillo de su pantalón. Patricia vio que oprimía una tecla. El tono de marcado se interrum¬pió. El número que usted marcó no está disponible o se encuentra fuera del área de servicio…
Patricia arrojó su teléfono al asiento del copiloto, en¬cendió el auto y aceleró. No entendía por qué Roberto era tan desconsiderado y no podía dejar de platicar tan sólo un momento con su flacucha amiga para contestarle.
Durante la semana, Patricia le envió dos o tres correos a Roberto: Hola, cómo estás. Ya da señales de vida. No obtuvo respuesta. El jueves, por fin, se decidió a llamar. El número que usted marcó no está disponible…
Fue a su casa, le extrañó no ver ni el auto de Roberto ni el de sus padres en la cochera. Afuera, vio una camio¬neta de mudanza. Una mujer daba instrucciones a los trabajadores para el manejo de unos muebles. ¿Mudanza? ¿Te cambiaste?
Bueno, no importa, apuntó en su diario, ya encontraré alguien que pueda presentarnos y entonces, personalmente, me darás tu dirección, tu teléfono y me contestarás las llamadas, no vas a volver a ignorar mis correos. Patricia encendió el auto, marcó el número de Eduardo y lo invitó a dar la vuelta.